Alí nunca hace preguntas, o muy pocas. Apenas habla árabe porque llegó a Libia desde Níger hace siete meses. En junio le dieron a elegir entre seguir encerrado en el centro de detención de Misrata o trabajar en el hospital de Sirte, y no se lo pensó dos veces. El suyo es un trabajo sencillo: cargar y descargar, medicamentos, comida… lo que sea. Eso le dijeron.
También hay días en los que le toca limpiar la sangre de las ambulancias, y luego la de las camillas. Sólo cuando los heridos ya están atendidos pasa a quitar la que queda en el suelo. Lo hace siempre muy rápido porque a sus 17 años ya ha aprendido que la sangre se seca enseguida, y luego no basta con pasar un trapo mojado.
Hoy tendrá que rascar con el cepillo antes de irse a dormir; ahora mismo no hay manos suficientes para atender la emergencia. Otro coche bomba suicida en el frente. “¡Aguanta el suero, Alí!”, le ha dicho alguien. Luego un enfermero le ha tomado el relevo, y vuelta a la sangre. La faena acaba cuando los heridos y los muertos son evacuados a Misrata.
Alí dice que está contento, que muchos de sus amigos han sido maltratados en centros de detención, o en la calle. A uno le pegaron un tiro por reclamar el dinero de una semana de trabajo en una obra. Pero a él nadie le ha puesto la mano encima. Además tiene espacio para dormir, le dan tres comidas al día, y en la cocina del hospital hay un balde con latas de refrescos que puede coger cuando quiera.
Texto de Karlos Zurutuza
Fotografía de Ricard García Vilanova